Cuatro estaciones me han pasado a tropel y apenas he tenido tiempo de darme cuenta. Sólo unos días y la primavera se declarará oficial aunque, en mi jardín, las flores se han anticipado para anunciarla. Y, en preparación para su llegada, el jardinero tomó varios días para retirar hierbas y hojas secas, podar y abonar. ¡Todo listo para recibirla!
Pero, al igual que el año pasado, uno de los árboles quedó con tres muñones que salen del tronco principal. Sin una rama, sin una hoja. . . troncos solamente. Su apariencia, como la primera vez, me apena y genera una inquietud incómoda. ¿Y qué tal si lo cortó de más? ¿Volverá a cubrirse de hojas y flores? ¿Tendrá el vigor para retoñar, este año? Extraño. . . me surgen las mismísimas preguntas que hace un año, después de la poda.
Aunque ahora tengo la experiencia de haber visto resurgir el follaje en el árbol, en mi interior descubro el temor y, ¿acaso no es lo mismo en muchas otras partes de mi vida?
He visto caer a mis hijos y, decenas de veces, los he visto levantarse. He iniciado nuevas aventuras y, al final, sin importar el resultado, siempre he ganado en experiencia. He fracasado, triunfado, sufrido, reído, celebrado y soportado muchas cosas y, hasta hoy, todo me ha sido útil para crecer en la fe, fortalecer mi carácter y llegar a ser quien hoy soy.
Vuelvo a mirar el árbol trunco y, prendido de su rugosa piel, descubro una flor a punto de brotar y un diminuto capullo. Todo mi cuerpo se estremece ante el susurro de esperanza que, esos dos insignificantes brotes, hoy me regalan.
Es cierto, Señor Dios, para los que te amamos y seguimos, todas las cosas nos son para bien.
Así pues, ¡Que suba el telón y bienvenido el nuevo capítulo!
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