Existe gente que, con gran naturalidad, siempre encuentra palabras adecuadas para describir a otros con benevolencia y optimismo. Tales personas tienen el don de rescatar lo bueno hasta de aquellos que, otros, clasifican de indeseables.
Pero, ¿qué sucede cuando alguien nos pide que hablemos lo bueno de nosotros mismos?
En casi todos los casos, la primera reacción es cierta vergüenza y le precede una modestia que nos alerta de caer en el garlito de la arrogancia y el orgullo.
La verdad es que, para la mayoría de nosotros, hablar bien de nosotros mismos es un ejercicio difícil a pesar de que, en el fondo, podemos reconocer dones y talentos únicos y valiosos que nos hacen especiales, diferentes.
Pero, en mi opinión, practicar de manera regular el hablar bien de uno puede llevar consigo un ejercicio de autoevaluación que nos permite identificar aquellas cosas en las que nos hemos esmerado en generar e integrar como parte de nuestra personalidad y nuestra vida. Y, más allá, al reconocerlas, podemos tener un momento de satisfacción al ver aparecer en nuestro resumen rasgos, conductas o actitudes de las que antes no podíamos jactarnos.
Tal vez nos encontremos que hemos aprendido a callar y controlar nuestra lengua en momentos de crisis, o hemos dejado de ser demasiado críticos, o el orden de nuestra agenda se ha cristalizado en compromiso, o ahora ese orden obsesivo se ha convertido en algo relajado y flexible.
Los hallazgos no sólo son motivo de satisfacción sino de aliento para recordarnos que, no importando la edad, podemos seguir evolucionando y mejorando, incluso. . . si ya transitas los cincuentas.
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