Cuando un indigente muere, el destino de sus restos es la fosa común donde, sin luto ni duelo, queda en el olvido en presencia de nadie.
Pero, cuando es alguien preciado por los suyos y su ausencia es resentida, se ven largas colas de dolientes pasar frente a sus restos. Algunos llorándole y otros rindiéndole honor a su memoria.
Los anhelos, desde mi forma de ver, son como el segundo caso. Para mí, al menos, tienen un gran valor y, muchas veces, he trabajo en ellos mucho tiempo, haciendo sacrificios y esfuerzos para alcanzarlos. Así que, cuando mueren malogrados, merecen un minuto de silencio.
No quiero consuelo ni palabras de compasión. Pido al mundo me dejen desgarrar las vestiduras de mi alma y morar sobre silicio para llorar mi pérdida. Y a ti, cuyos ojos se han llenado de mundo, ¿cómo explicarte, el dolor que siento, al mirar la virtud y honestidades muertas? ¿Cómo hacerte ver que, este anhelo, desde que la acuné en mis brazos, fue cultivado con ejemplos, enseñanzas y amor? Son tus oídos sordos, lo sé, al llanto mudo de quienes, junto a mí, sembraron semillas de honradez y hoy lamentan que jamás germinaron.
Pero, abro el cajón y pongo en él la prenda blanca y los azahares, la alfombra reservada a los pies virtuosos, las bendiciones de Dios sin estrenar y pongo junta ellas las astillas de todos los corazones rotos. Limpio las lágrimas de mis ojos y miro, por última vez, el cadáver lánguido del anhelo que jamás será realidad.
Ahí va ya el ataúd al paso de la mudanza rumbo al crematorio donde, dentro de muy poco, todo será cenizas. Y, aunque muchos no lo entiendan, las guardaré en algún cajón para cuando tenga ganas de soñar en el futuro que jamás llegó y hacerlas parte de las ensoñaciones, con la mente dispersa de mi vejez.
Hoy, déjenme llorar. Que nada me impida guardarle luto y duelo a ese, algún día, hermoso sueño.
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