Entonces
ocurrió lo
inesperado. Mi mami, haciendo a un lado su papel rector, se convirtió en cómplice. Después de varios días de mantener bajo resguardo
los acordeones y mi violín, y
custodiar con celo el piano, nos citó para proponernos un plan de rescate de nuestros
instrumentos.
–Se acerca el día del cumpleaños de su papá –nos recordó –¿porqué no preparan un programa con sus melodías favoritas? Tal vez así los perdone y les de una
nueva oportunidad.
Emocionados
con la idea, aceptamos el reto. Ella nos advirtió que tendríamos que hacerlo mientras mi papi estuviera fuera de
casa. Que ella estaría
alerta para avisarnos cuando llegara y debíamos esconder las partituras e instrumentos muy rápidamente para que él no se diera cuenta.
La
primera sesión para llevar
a cabo el plan también
incluyó la
participación de mi
mami. Sólo ella
podía
revelarnos las melodías que
más
gustaban a mi papi. "Dos arbolitos", "Farolito" y
"Simplemente una vez" fueron las elegidas para el acordeón y "Serenata" de
Schubert sería la
interpretación de mi
hermano mayor y yo, en un dúo de piano y violín. Misteriosamente, la maestra volvió a casa con las partituras
necesarias e iniciamos las prácticas con sigilo y contando con la complicidad de mi
mami.
Aquella
rutina de supervisión al estilo
Gestapo
quedó
eclipsada por tardes de prácticas que incluían el palomear en el estómago que sólo una travesura oculta puede generar. Las carreras y
prisas para esconder los instrumentos, cuando mi mami lanzaba el aviso de
alarma por la llegada de mi papi, añadían una emoción infantil inolvidable.
El 28
de agosto, el repertorio estaba listo para el sorpresivo estreno. Mi mami,
encargada de propiciar el momento, logró que mi papi se sentara en la sala para vernos
desfilar con el acordeón colgado
hasta sentarnos frente al atril donde descansaban las notas de las melodías favoritas de mi padre.
Al
terminar el recital de cumpleaños, los hijos esperábamos con aprehensión el veredicto final. ¿Obtendríamos el perdón y con él nuestros instrumentos? ¿O se agregaría a la sentencia una
consecuencia mayor por desobedecer la orden de no volver a tocarlos?
Ahora
que soy madre y abuela, puedo imaginar el deleite que habrán vivido mis padres con aquel
engaño. Y
descubro, al recordar el rostro de mi papi, sus gestos de sorpresa fingida y su
expresión
indecisa –al
final de nuestra ejecución– antes de pronunciar la
sentencia final.
Esa
tarde de agosto, hubo aplausos de mi papi y lágrimas felices de mi mami, corazones satisfechos de
nosotros –los niños –, y una meta cumplida: Los
instrumentos musicales recibieron el indulto.
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