Cuando
niños,
nuestra vida transcurría entre
horarios y deberes. Los cinco primeros, nacidos con diferencia de once meses o un año –entre uno y otro– formábamos un pequeño regimiento que mis padres
criaban a base de reglas y diversas clases privadas: música, inglés, natación, karate, gimnasia y otras que eventualmente completaban
nuestra formación
escolar.
Para
apuntalar los logros –y
relajar un poco el ejercicio de la autoridad de mi madre –mi papi instituyó el mecanismo de control de
"La libreta". Funcionaba así: Cada uno contábamos con una y en ella asentábamos los horarios en que debíamos cumplir con nuestras
obligaciones. Iniciaba después de la comida y, por medias horas, señalaba el tiempo para realizar
los deberes escolares, las prácticas de piano, la clase de inglés, etc. Y para asegurar el
cumplimiento, cada uno de nosotros tenía un hermano que firmaba al final del día cuando el programa era
seguido religiosamente.
Las
cosas marcharon bien, en un principio, pero pronto se confabularon alianzas
donde el supervisor firmaba por simpatía, aún cuando el dueño de la libreta no hubiera cumplido con el programa. Hasta
que un día se
descubrió el
fraude y mi padre aplicó la
sanción: Los
instrumentos musicales –piano,
acordeones y violín – serían vendidos y mientras se
ejecutaba la sentencia ¡nadie
podía tocar
una sola nota más!
Ahí aprendimos la verdad del
dicho que "Nadie sabe lo que
tiene hasta que lo ve perdido"
pues, de la noche a la mañana,
ninguno de nosotros pudo volver a tocar su instrumento. Las tardes se volvieron mucho más largas y el poco ensayado
arte de perder el tiempo sumó aburrimiento a nuestros días. Ya no teníamos retos técnicos que resolver en la
ejecución de
alguna partitura ni disfrutábamos al tocar con soltura una melodía resuelta. ¡Qué gran pérdida fue la ausencia de la música en casa!
Continuará. . .
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