Llega la hora y, a toda prisa, abro la maleta vacía para
preparar el viaje. Y en un instante, desde su fondo oscuro, se desborda un caudal
de preguntas siguiendo el vuelo de la duda:
¿Qué ocurriría en ese primer día, al otro día de mi
partida?
Después del impacto por lo intempestivo de mi muerte y cuando
las lágrimas cansadas se secaran en los rostros, ¿cómo recordarían mi vida?
La voz de mis padres ¿resonaría con el timbre del orgullo paterno al
hablar de su hija? ¿Tendrían el consuelo de buenas conclusiones y finales?
Mi esposo, al tenderse en una cama crecida por la fuerza de mi
ausencia, ¿se consolaría en la memoria de nuestras risas y caricias, o
lamentaría con enfado nuestras riñas?
Sin la monserga de la madre perfeccionista, ¿descubrirían mis
hijos un poco de santidad en mi forma de vivir? ¿Se revelarían ante ellos las
realidades de mi fe y mi ferviente deseo de presentarles a mi Dios, mi máximo
tesoro?
Mis hermanos, ¿cerrarían filas –hombro con hombro– para
llenar el hueco de mi desaparición y se amarían más con la nueva oportunidad que
trae bajo el brazo la añoranza?
¿Sonreirían mis nietos al disfrutar en la mente nuestros
juegos, nuestras alianzas fuera de los muros de las reglas y nuestras oraciones
compartidas? ¿Sería mi huella en ellos tan profunda como para no dejarse borrar
por la erosión del tiempo? ¿Sobreviviría en ellos mi legado de amor y fe a Dios?
¿Reirían –mis amigos– aquella omisión que nos robó a todos
esos primeros trece minutos de la última obra de teatro disfrutada juntos? ¿O
llorarían por no encontrar –en el cajón de los recuerdos– suficientes
fragmentos de trasnochadas juntos?
Mi familia en la fe, ¿festejaría con verdadera convicción mi
reencuentro con nuestro Dios o las dudas empañarían su alegría por no tener
la certeza de mi futuro eterno?
¿Me perdonarían las ofensas aquellos a los que con mis opiniones herí? ¿Se preguntarían quien fui aquellos a quienes por mis prisas ignoré a mi paso?
¿Qué sería de mi perro Lorenzo, mis libros y mis
insignificantes tesoros? ¿Quién releería mis letras, mis locuras, mis divagaciones?
¿Qué color dominaría en la imagen de mi recuerdo cuando
alguien, de vez en cuando, me pensara?
¿Me seguiría mi mami en el camino recién emprendido?
Mientras recorro el cierre de mi equipaje, sintiéndome
arrastrada por la profusa corriente de la incertidumbre, logro asirme de un
pensamiento anclado en un futuro incierto:
A mi regreso –si regreso– trabajaré con ahínco para modelar
con más cuidado mi recuerdo. . . si Dios me regala un poco, sólo un poquito más de Su tiempo.
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