Un solo contacto con un personaje de mi pasado –que me llevó
hasta mi primera juventud– y la dimensión de las palabras agregó comprensión al
efecto que pueden tener en el corazón de una mujer.
¿Qué logran los halagos en una chica que apenas pasó los
quince y qué cuando los recibe una mujer que ha rebasado los cincuenta?
Me doy cuenta de que ha pasado mucho tiempo cuando –después
de mucho esfuerzo– logro encontrar a esa joven que alguna vez fui. Entonces la
miro luchando implacable contra los rizos tan lejos del estándar de la moda de
su época; sus ojos, con un rasgo de nostalgia, aún no reciben la ayuda del
maquillaje para lucir más grandes y, las curvas ausentes, la convencen que es
mejor callar para evitar una mirada que la arrebate del anonimato. Aquella
quinceañera, en resumen, se viste de timidez y no escucha ninguna alabanza a la
belleza que no cree tener.
Pero el tiempo pasa –ese lo tengo muy presente– hasta que las
cinco décadas me alcanzan. Entonces miro al espejo y, con algo de rebeldía,
agito los rizos que me llegan a la espalda. ¿Cuántas de mis coterráneas se
atreven a lucir semejante facha? Miro mis ojos tras los anteojos y descubro
experiencia salpicada de esfuerzo por saber, cada día, un poco más.
Mi piel revela pequeños zurcos que recuerdan las risas, que
no son otra cosa que estallidos de felicidad y recuerdo, que de vez en cuando,
éstas líneas se han convertido en el cauce para algunas lágrimas. Las curvas en
mi cuerpo también han aparecido aunque, haciendo repelar al ideal, han elegido
las coordenadas equivocadas. Aún así, confieso con honestidad, amo mi cuerpo
como no lo hice a los quince.
Entonces, casi como una brisa de ironía, llega un hilo de
alabanzas para esa quinceañera flacucha y desabrida de hace años. Halagos que jamás
escuchó y que tanto anheló surgen de la nada del pasado, de un recuerdo
borroso.
La mujer que hoy soy los escucha y un par de huequitos se forman
en el rabillo de mis labios, y me sonrío. Mis ojos se convierten en dos
rendijas por los que se cuela una imagen del pasado y mi corazón se llena de
ternura.
¡Gracias al cielo que jamás escuché palabras para alabar mi
cuerpo, mi rostro, mi pelo! –me digo. ¿Acaso habría cultivado lo que hasta hoy
no se ha robado el tiempo?
No, las palabras ligeras y lisonjeras pueden ser flamas que
arrebaten la cordura al ego y, si éste se las cree, terminan por desviar el
esfuerzo de crecer en valores, inteligencia, y todo aquello que me ha hecho
verdaderamente humana.
¡Nada como la satisfacción de ser una mujer de más de
cincuenta!
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