El anhelo de mi alma es, por naturaleza, la serenidad de lo
conocido y la holgura de la rutina. Pero, contra mis deseos, mi mundo es un
vertiginoso ambiente azotado por los cambios inesperados. Los compases de
reposo son tan breves que no podría asegurar si son sólo momentos de transición
algo más prolongados.
Mi corazón, a decir verdad, entra en las novedades con la misma soltura que un gato en reversa
sobre la alfombra. Y, a mis cincuenta y cuatro años, no se ha dado el fenómeno
de la “costumbre”, a pesar del ensayo permanente al que soy sometida.
Empiezo a pensar que, bien dicen por ahí, el gusto por la rutina “es cosa de la
edad”.
Hoy miro como la familia de mi hija prepara maletas hacia una
nueva ciudad y con ello quedan atrás las pequeñas rutinas con mis nietos; mi
hijo, con planes de lejanía en el bolsillo, se dispone a transitar el último
tramo del camino; y, mi esposo y yo, vamos tomando impulso para dar el salto al
siguiente escalón para acercarnos a la meta de consolidar un patrimonio
laboral -con todo lo que eso trae consigo.
El caleidoscopio de mi entorno está girando y la
incertidumbre de los nuevos visos me estremecen la piel. ¿Cómo será la nueva
convivencia? ¿Cuánta ausencia requerirá la rutina diaria para funcionar? ¿Cuáles
serán las cosas a renunciar y cuáles deben añadirse?
Tomo un sorbo de café y me doy por vencida. Repaso todos
los tiempos de cambio que he sobrevivido y rescato la clave de supervivencia: ¡Hacer
a un lado la anticipación y abrirme a la aceptación!
Imitando al árbol, me propongo dejar que el futuro pase en mi
vida como el aire por el follaje. Respiro hondo y abro los brazos del alma para
dar la bienvenida a lo que viene.
¿Qué está en camino? No lo sé pero, eso,
también es Su Voluntad.
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