“¡Sean felices para siempre!”,
leí en las redes sociales. Era una felicitación de bodas para la joven pareja.
Primero, sonreí. Después, los casi 30 años de matrimonio me hicieron
suspirar. ¿Qué clase de idea era esa? ¡Que atrevimiento conjugar dos palabras
que son como el agua y el aceite! ¿Siempre? ¿Felices? ¡Que ocurrencia! Es como
desear a alguien vida eterna aquí en la tierra, simplemente, imposible.
Miré la foto de los dos jóvenes refulgiendo de alegría. Sonrisas
frescas y llenas de esperanza; ojos enamorados y manos entrelazadas. ¿Acaso hay
algo más dulce que unos recién casados?
Cerrando los ojos, jugué con el tiempo en mi pensamiento, sumando años
y realidad. La novia apareció en mi imaginación con un rostro de piel menos
tersa y él, con el cabello salpicado de plata y un cuerpo más rollizo, junto a
ella. Entonces pude formular unas palabras sinceras por su boda y soñé,
viéndome frente a ellos, pronunciando mis buenos deseos.
-Felicidades– les dije– por atreverse a iniciar la empresa más difícil
y compleja del ser humano: el matrimonio. Aplaudo su decisión de haber sabido
esperar y mantener el paso de la cordura para acercarse al lugar donde inicia la
gran carrera de vivir juntos el resto de sus vidas. Alabo no haberse dejado
vencer por la locura del amor y las ansias del deseo de estar juntos, esas que
hacen que muchas parejas corran a una vida en común sin ningún sustento, ni
legal ni de las bendiciones de la fe. Eso –aseguré– dará frutos y un piso fértil
para la familia que formarán.
- Y, mis buenos deseos, más que palabras dulces y melosas –continué–
son oraciones llenas de realidad. Oro para que, en las noches de tormenta y que
seguro llegarán, los inspire para sujetarse de las manos con mucha más fuerza.
Que cuando el cansancio les susurre una invitación a huir, la promesa
pronunciada frente a Dios les grite que se queden. Que cuando la desesperanza
los ataque, luchen en la fortaleza que sólo se tiene cuando se está de
rodillas. Y que, cuando la piel se marchite y los cabellos escaseen, ustedes
hayan cultivado una amistad tan fuerte que sea capaz de extender una gracia
interminable nacida de un amor puro.
Abrí los ojos y los imaginé en el arrancadero, abrazados, felices y satisfechos. Entonces
comprendí que, aún sin estar a su lado, Dios estaba en medio de ellos y había
escuchado mi petición, mis oraciones y mis sinceros deseos para los recién casados.
Así, convencida de esa verdad, sólo escribí una línea:
“Congratulations! ¡Felicidades! Dios sea con ustedes reinando en su
matrimonio, chicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario