Como teatro abandonado, se abrieron las puertas de la que fue mi casa
paterna y que habían permanecido cerradas casi cuatro años. ¿El motivo? La
amenaza de una pérdida familiar.
Cual hormiguero, pronto el olor de polvo se despejó y las visitas
transitaron por pasillo que ya no cantaban un eco. El lugar se infundió de vida
y las voces cariñosas tomaron el lugar del silencio propio del abandono.
Fue así que una celebración nos sorprendió. ¡Es día del Padre y no
tenemos mesa!
La casa, a medio desmantelar, había perdido su comedor de doce sillas –siempre
insuficientes para una reunión familiar– y pronto entrarían a tropel ocho
hermanos con sus familias. Fue entonces que pude entender una de las virtudes
de los retos y sufrimientos: Traen escondida, como pepita de oro. . . ¡madurez!
En una organización improvisada sobre las rodillas, una hermana rentó
sillas, otra ofreció el postre, otro rescató una mesa plegable y alguien más
aporto la que completó el espacio suficiente para, codo con codo, agasajar a
todos los convidados.
¿El menú? Quesos picados, carnes frías, pasta, un guiso con verduras,
ensalada y un postre –especial para evitar las harinas– acompañado de una
deliciosa gelatina. Nada espectacular pero igualmente delicioso. Y no por lo
sofisticado sino porque fue lo que compartimos alrededor de la mesa,
apretujados e hilvanados en el amor fraterno.
Embelesados con la presencia de nuestros padres y hermanos, nadie echó
en falta la sala, los manteles largos ni las copas con algún vino especial para
brindar. Y fueron las bromas, anécdotas y las palabras optimistas y llenas de esperanza de mi papi,
lo que aderezó nuestra compañía.
Si, las lluvias y tormentas de la vida son difíciles pero, cobijados
en la unión y amor de la familia, siempre son más fáciles de recorrer.
¡Gracias, mi Dios, por mi familia! ¡La amo!
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