Ni los intentos, ni la medicina, ni todos los anhelos juntos lograban
darnos lo que tanto esperábamos. ¡Cuánto dolor y frustración nos afligían!
Los meses corrían y la resignación no llegaba para darnos paz. Teníamos
muchas alegrías excepto una y esa ausencia empañaba todo lo demás. Al paso de
los días, nuestro deseo creía hasta casi convertirse en obsesión. Además de los
porqués que toda familia tiene, cada uno de nosotros, en secreto, guardábamos
una razón especial para esperar esa bendición. . .la más buscada por todos.
Cuando los recursos se fueron agotando y la ilusión se convertía en
urgencia, hicimos un viaje a Italia. Entonces, con la esperanza de la fe,
mezclada con la fantasía de las tradiciones, llegamos junto a la monumental
fuente de Trevi y refugiamos nuestra esperanza en tres monedas para que
cambiaran nuestra fortuna.
Mi esposo y yo, tomados de la mano y sin necesidad de aclarar nuestro
deseo, arrojamos las monedas a las aguas que rodeaban a Neptuno y sus tritones,
con una sola cosa en mente: ¡Por favor, Dios, concédenos tener a nuestro hijo!
Aun cuando no hubo fotos que guardaran la memoria de ese momento, en nuestros
corazones quedó grabada aquella plegaria revestida antigua tradición
popular.
Muchos meses después y al límite de nuestra paciencia, una mañana
descubrimos en el fondo de un recipiente el anillo rosado que confirmaba que
nuestro deseo se había cumplido: ¡Esperábamos la llegada de nuestro hijo!
Hoy, a veintitrés años de distancia, miro el retrato de aquella misma
fuente y unos dedos sujetando dos monedas a punto de volar hasta el fondo del
magnífico estanque de Trevi. Lo maravilloso es que, esa mano que aparece frente
al antiguo monumento, es la de aquel bebé por el que arrojamos tres monedas que
acuñaban nuestro anhelo.
Lágrimas tibias refrescan mi memoria y mi corazón me explica lo que
entonces no entendí: Ese día, esa tarde, y como siempre, mi Dios, ese Dios al
que hoy amo. . . también estuvo, conmigo, junto a la fuente.
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