El enorme reloj de la vida continuó su eterno tic-toc. No esperó a que
nos repusiéramos de la sorpresa, ni que entendiéramos lo que Dios había
dispuesto. El señor Tiempo, simplemente balanceó su péndulo incansable y dio
paso a la vida que se formaba en el vientre de mi hija, cada día agregando una
maravilla divina: Su corazón, sus ojos, minúsculos deditos y un cuerpecito
perfecto se mece en la cuna de agua viva.
Y, como toda recta final, es momento de prisas y terminar de palomear
la lista de pendientes para recibir al nuevo miembro de la familia. Los
calendarios, en varios lugares del mundo, quedan marcados en el gran día:
Agosto 5 de 2013.
Nosotros, los abuelos, sentimos como el corazón se alborota, a veces
en miedos y muchas más en alegría. Aunque esta es nuestra tercera experiencia
de recibir a un nieto, debo confesar, seguimos viviéndolo como la primera vez.
La ilusión de conocer su rostro, acunarlo y reñir entre nosotros para ser los
primeros en besarlo. Las ganas de bendecirlo y amarlo nos han trastornado los
días. ¿Cómo puede un ser desconocido generar tanta locura?
Cada preparativo, cada compra, han sido un motivo más para orar por él.
Repetir su nombre detona un sinfín de emociones. La urgencia de tenerlo entre
nosotros, a estas alturas, es casi inaguantable.
Somos dos abuelos que han orado por su nieto desde que supimos que su
corazón latía y nos declaramos dos locos que, sin haber sido presentados, ya
aman a su nieto más allá de la razón.
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