A decir verdad, mi relación con “la
de enfrente” comenzó con el pie izquierdo. Su forma de ser y su apariencia me
resultaban inaceptables. Con sus ojos pequeños y tristones, los rizos rebeldes
y tan fuera de moda, el cuerpo casi sin curvas y los huesos revelados entre las
pocas carnes, me generaban desaliento.
Hasta que, un buen día y sin darme cuenta, la comencé a mirar con un
poco de gracia y hasta me llegó a gustar. Desde entonces, y sin mucho apuro, me
he ido acostumbrando a quien ella es. Pero, aclaro, aunque el tiempo pasa y
nuestra convivencia es cotidiana, vamos distanciando nuestra naturaleza y
verdadera esencia cada día más.
Ella, sin un acuerdo abierto, se ha hecho una experta de las formas.
Cuando yo imito a un canguro emocionado por alguna sorpresa, la de enfrente sonríe y, a lo mucho,
hasta aplaude para demostrar su contento.
Otras veces, avasallada al sentir mi corazón herido, yo lloro y me
postro para desbordar mis lágrimas con la complicidad de mi almohada; y ella,
dueña de sí, abre los ojos vidriosos y muestra una media sonrisa como
representando el destello de una ligera contrariedad.
A la de enfrente, todos la
conocen y, a mí, solo quienes se han ganado mi confianza. Y aunque algunos nos
confunden, sólo a quienes viven cerca de mi corazón les revelo nuestra
verdadera identidad.
Llevamos ya tantos años juntas que, la gente, ha aprendido a mirarla
más a ella y, en secreto, prefiero que así sea. Tal vez sea mejor que vivan
convencidos que ella, la de imagen asentada y atenta al protocolo, es la
verdadera yo. Dentro de mí, confieso, supongo que también optaría por la de enfrente: más obvia. . . más simple
y predecible.
Pero en la intimidad de la soledad, yo disfruto a la verdadera mujer
que soy: Esa que aún frunce la nariz cuando la comida no le gusta y que patalea
por alguna contrariedad; que ríe hasta el llanto y que llora hasta que le
sobreviene el hipo; que espía con curiosidad, que sueña con las cosas más
absurdas y que es absurda en las cosas que más teme; en el fondo, lo sé, aún
soy esa adolescente que, aunque en su mente comprende el paso de los años,
todavía no le es fácil entender que, las arrugas y las canas de la de enfrente, también le pertenecen.
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