En el rejuego de los sueños, esos que nos arrastran entre el pasado,
el futuro y el “nunca fue”, vino a mi memoria el evento que mantuvo en suspenso
a mi familia entera. Y, mi primer pensamiento al despertar fue: ¡Qué injusto!
¿Cómo es posible que el primer evento de nuestra vida, nuestro propio
nacimiento, y todo su detalle, no nos sea revelado jamás?
Fue entonces que, entre el despertar y el segundo llamado del reloj despertador,
me dejé llevar en el río de recuerdos que renacieron frescos en mi memoria.
A los trece años, con algo más de conciencia sobre la vida, seguí de cerca
el anuncio de dos mujeres gestantes: Mi madre y mi tía, tan cercana como una
segunda madre. Para la primera, el octavo de sus hijos y, para la segunda, el
tercero. . . ¿o debo adelantar que la sorpresa llegó como una “tercera”?
Por extraño que parezca, a mis 13, y 14 de mi hermana mayor, aún nos
entreteníamos decorando pósters y haciendo recortes de papel, y el
acontecimiento ameritó decorar el muro principal de nuestra recámara con un
póster de la Pantera Rosa, sonriente y caminando con su estilo rosado bajo un
fondo azul. ¿Algo más apropiado que el azul y rosa representados de antemano,
listo para cubrir ambas posibilidades?
Sobre el azul y rodeando a la sonriente pantera se delineaban dos
nombres, los finalistas, que habrían de llamar a los bebés por nacer.
El siete de marzo, cuarenta años atrás, la casa toda contuvo el
aliento y partir a la escuela, ineludible en un miércoles, resultó frustrante.
¿Cómo nos enteraríamos de la llegada del nuevo miembro de la familia?
A la carrera, volvimos a casa después de clases y agregamos
frustración al enterarnos de la ausencia de la única informante confiable de la
familia: Nuestra madre. Quedó entonces una sola opción y, forzándonos a
concentrar nuestra atención en los deberes, esperamos la llamada que resolviera
el acertijo. ¿Niño o niña? ¿Cuál nombre resaltaremos primero?
Rodeando el escritorio e interrumpiendo de vez en vez las labores para
hablar del nacimiento, pasaron un par de horas hasta que, al sonar de un ring,
los cinco tratamos de alcanzar la bocina del teléfono para contestar.
-¡Es una niña! ¡Y está hermosa!- anunció mi madre quien, nunca
sabremos, finalmente recordó a su expectante tropa.
-¡Nació Erika! ¡Nació Erika!- saltamos emocionados, en la certeza de
cuál era su nombre. ¿A qué hora nació y como fue el parto? A nuestra edad, honestamente,
todo eso es irrelevante. Lo importante fue su llegada y que tenía un nombre
que. . . ¿Cómo llegó a nosotros y quien lo eligió? Creo que tampoco importaba
entonces.
Con cuidado, mi hermana desprendió del muro el póster y, aplicando
nuestra mejor destreza, rellenamos las letras marcadas previamente, sólo en el
contorno y con plantilla, que decían “ERIKA”.
El fin de semana llegó un poco tarde y con el mismo entusiasmo con el
que recibimos el anuncio de su llegada, rodeamos el “bambineto” donde nuestra pequeña prima dormía. Entonces comprobamos
que mi madre no había mentido al decir que era hermosa.
Todo esto ocurrió hace cuarenta años y mi piel se eriza con la
remembranza pero, mi corazón, hoy día, se alegra aún más al pensar que, esa
belleza, traspasó los muros de su propia piel y la convirtió en una mujer
fuerte, llena de entereza y lucha; una madre premiada con el amor de sus hijos
y una esposa firme en su lealtad. ¿Acaso no es esa belleza la que más importa?
¡Felicidades, Erika! Has honrado el significado de tu nombre: “La que
reina por siempre y princesa honorable”. Dios te bendiga por siempre.
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