Un día cualquiera, las fuentes reventaron, desnudando mi piel de aguas tibias y serenas y, entonces, me convertí en llanto y fui parte de este mundo.
En canasta hecha de brazos, se mecieron mi paz y mi inocencia y,
entonces, me supe hija.
Dedos picaron mis costillas y miradas de ojos juguetones me llamaron
y, entonces, me descubrí hermana.
Rodillas desolladas, letras y música de libros llenaron mis oídos y,
entonces, la vid del intelecto que surgió en mi mente me transformó en pensante.
Cabellos rizados de sueños y rubores brotaron en mi rostro y, entonces,
me dibujé como esbozo de mujer.
Ideas, como punzar de avispas, se anidaron en mi cuerpo y mis sueños
ardieron avivados y, entonces, vibré toda yo con rebeldía.
Puertas cedieron sus cerrojos y el mundo, con sus tintes de misterio, se dibujó
tras la ventana del afuera y, entonces, volé en el soplo de la libertad.
Trampas, rejas, cadenas y mentiras se tejieron entre azahares y,
entonces, me lloré desposada.
Palpitares bailaron al ritmo de un segundo corazón y torrentes de gozo
se unieron en mi cuerpo y, entonces, me descubrí madre.
Risas, llantos, corretear de diminutos pies y ansias de vida, revolotearon
bajo mi sombra y, entonces, mis ojos se tornaron vigilantes.
Campanadas sonaron en sinceros votos, dos caminos se fusionaron en futuro y anhelos surcaron caminos cotidianos
y, entonces, fui compañera de vida, cómplice y amante.
Semillas, sin tiempo y a destiempo, cayeron en mis campos y nueva vida
floreció en mi viña y, entonces, de la chispa de un amor desconocido, nací
abuela.
La hiel del desamor hirió mi espíritu mientras lanzas de rechazo y
odio traspasaron mi corazón, con ataques desde dentro y, entonces, resucité en
perdón.
Lágrimas de sangre lloraron mis sueños, espinas de desaliento hirieron
mis pies, vientos extraviados empujaron mis recuerdos y, entonces, como
milagroso despertar, la cruz de la fe se irguió, enseñándome a creer.
Furiosos ríos de rencores cruzaron la siembra de mis amores,
arrancando de mis días las presencias más hermosas y, entonces, aprendí a
confiar y llorar en la paz de la esperanza.
Abrazos cobijaron mis dolores y lágrimas de otros ojos acompañaron a
las mías y, entonces, paladeé el cariño y la amistad sincera.
Mis huesos susurraron su cansancio, mi piel lució sus cicatrices, mi
corazón palpitó con un resuello y, entonces, cruzando la frontera de las cinco
décadas, me reí en tonos de gratitud por la bendición del pasado y pupilas
dilatadas de mañana sonrieron en la llenura y la confianza.
Y entonces, con muchos años en el alma y un puñado de ilusiones en las
manos, por enésima vez, me reinventé a la vida.
Yo, mujer en los cincuentas,
cual crisálida eterna, nazco cada día para volver a ser. . . lo que aún no he
sido.
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