Hace no mucho tiempo, a nuestras tierras, llegó una brisa que venía
del mar. Silenciosa y tibia, parecía llevar entre susurros, mensajes de amor y
de esperanza. Ante su fresca llegada, y agobiados por las muchas tormentas, le
dimos la bienvenida y abrimos los brazos para dejarnos envolver entre sus
aires.
Días y meses pasaron, y su viento arreció. Ya no acariciaba para
hablarnos de unión y de futuros limpios. Entre sus vientos escondía mentiras y,
con el correr de las semanas, sintiéndose fuerte y libre, comenzó a recorrer
nuestra existencia empujando, arañando y exigiendo libertad a sus giros sin
importar los daños.
En cada vuelta y resoplido, aumentaban su demanda, sus gritos y sus
aullidos. ¿Acaso fuimos engañados? ¿En dónde quedaron las promesas y los sueños
de buenaventura? Su idioma se disolvió entre resoplidos amargos y, tan fuerte
empujaron sus vientos que, nuestros oídos, se cerraron para que no entraran más
al corazón que empezaba a ser herido.
Ahora, con tristeza, lo vemos alardear su poder sobre el campo de nuestra viña, intentando arrancar la raíz que nos sostiene. Sintiéndose fuerte reta al cielo y
niega que, el mismo Dios, nos sustenta.
Nuestros primeros frutos vuelan entre los remolinos de sus brazos pues
fueron ellos los que abrieron la puerta a la aventura y, con gran pena, lloramos su
desventura. Los ojos se nos cierran por el llanto cuando, atrapados en el
silencio tenebroso del ojo del huracán, una Voz queda y suave nos consuela:
“Reposen bajo mi mano, no se agobien que, cuando las cenizas se
enfríen y las lluvias se sequen, de entre los escombros, resucitaré su viña.
Quédense quietos y vean que, Yo, Soy Dios”.
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