Al igual que el artista pone distancia entre él y el caballete para
apreciar su obra a la distancia, algunas tardes, casi siempre en la penumbra,
cierro los ojos para mirar desde afuera mi propia existencia.
Y, cuando se pinta una vida a los cincuentas, me doy cuenta de que el
colorido es muy distinto. Los matices se van retocando con otras emociones, más
intensas que las de la juventud primera. El dolor ajeno, la visión del futuro y
el recapitular de los desatinos, son rasgos que transforman mi propia imagen.
Las ojeras, antes dibujadas por las tertulias entre amigos, ahora se colorean
cuando uno de los nuestros nos roba el sueño. ¡Difícil es ver a los hijos
adultos danzar sin precaución por la orilla del peñasco! La impotencia de no
poder alzar la voz para alertarlos, mancha el lienzo de turbios y frustrados grises. Son tal vez estas escenas, las que comienzan a retocar las imágenes
de cielos despejados hasta convertirlos en nublados cargados de tormenta.
Pero, salpicando los paisajes de preocupación, se cuelan pequeñas figuras
de colores refulgentes llenos de vida. Sí, son los nietos que, por momentos,
desdibujan en olvido la obra circundante hasta convertirse en soles, tan llenos
de esperanza, que eclipsan hasta los grises y marrones más oscuros.
Cuando hemos sobrepasado las cinco décadas, la urdimbre, con sus hilos,
ha dejado ser tensa y deja trasminar muchas más emociones que cuando lucía
nuevo y lleno de determinada tensión. Y
el bastidor, afianzada su estructura con la madera de la fe, es el único capaz
de mantener el lienzo de los días para seguir pintando.
Muchas técnicas he ensayado a lo largo de mi vida. Acuarelas ligeras y
locas imágenes de lápices de colores en mis primeros tiempos; densos pincelazos
de óleo en mi juventud temprana; acrílicas máscaras cuando adulta joven y
ahora, con porosos rasgos al pastel, voy llenando los espacios sobre la tela de
mi vida, no siempre con imágenes claras pero si con la intensidad del alma.
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