Ayer lloré por ella, con el dolor sordo de quien despide al fallecido
aunque, debo confesar, nunca supe ni el lugar, ni el momento de su muerte. Creo
que, como se dispersa el vapor, ella fue desapareciendo hasta volverse recuerdo.
De algo estoy cierta y es que murió joven. . . prematuramente, aunque
no sé si hubiera tenido un destino distinto al que ya tenía marcado. No lo sé.
Pero, de haber llegado a los cincuentas, su cabello habría lucido atado sobre su nuca y los
mechones lacios habrían sido como los de las reales melenas, nítidamente
acomodados y sin perder su natural cadencia.
Su voz, habría iniciado las conversaciones son la suavidad del viento,
nunca intrusiva y siempre atinada. Las arrugas, apenas matizadas por un maquillaje
natural, serían como un marco sobrio a sus ojos sosegados y risueños.
No serían sus ropas sofisticadas sino de elegante sencillez con sus
cortes rectos, como intentando esconder las suaves curvas de su cuerpo delgado
y firme, a pesar de haber criado dos hijos.
A su tiempo, habría repasado entre sonrisas largas listas de pendientes de boda
con su hija y elegido, sin prisas, la tela del vestido. Con mano suave, hubiera arreglado gozosa
su velo y pronunciado una bendición sencilla pero cierta.
Con innumerables fotos guardaría el recuerdo de la cena donde, con
fascinación y sorpresa, recibiría la noticia de la llegada de su nieto. Y no
pasaría un solo día sin suspirar por conocerlo.
Y también, de haber contado tantos años, sería una brillante
antropóloga porque, cuando yo me pensé en el futuro, aún no entendía lo que una
psicología hacía, así que me soñé estudiando y aprendiendo del hombre para
después revelarlo en un libro.
Pero, esa mujer reposada, instruida y sabia, de cabello dócil y lacio,
manos quietas y figura larga, sin darme cuenta, se me fue esfumando y se perdió
en la nada. Y por eso, ayer, lloré por la mujer en la que jamás me convertí,
por sus sueños, sus anhelos fantasiosos y los planes de transformarse de gusano
en mariposa. Y lloro, hoy, por la sabiduría truncada, por los rizos necios, por
mi mente y mi cuerpo agotados, por las bodas que jamás serán, por las noticias
abruptas y crueles, por los sueños rotos y por todo lo que aquella mujer, a su
muerte, se llevó consigo.
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