Tres llamadas, tres citas, la solicitud de asilo y, en instantes, se
configuró el viaje con la escala que dejaría una profunda huella.
Sin importar las distancias recorridas, dos de las tres reuniones
fueron canceladas en el último momento y, aconsejados por el cansancio y la
necesidad de volver a casa, casi obviamos
la visita familiar. La insistencia, siempre amable, de mi cuñada, nos hizo
cambiar de opinión y el plan de pernoctar en su casa continuó, abriendo el
capítulo con una bienvenida totalmente inesperada.
Las tres niñas, mis sobrinas, alborotadas por nuestra sorpresiva
estancia, convirtieron el ventanal del cuarto de visitas en un mural con nuestros
nombres, la figura de la princesa Rapunzel
y una leyenda en inglés de bienvenida: “Welcome
house”. ¡Un recuerdo inolvidable!
Entre sonrisas y la naricilla fruncida, la nueva gracia del Benjamín
de la familia, nos enteramos de las últimas noticias de la numerosa pandilla:
La mayor, concluyendo el año escolar con honores; la segunda, con la vida de
cabeza pues, su nueva costumbre, la tiene literalmente cabeza abajo y pies al
aire en cualquier mueble disponible; la tercera, con un vocabulario más extenso
pero sin cambiar su estilo de proclamación, nos anunció de juguetes e intereses.
Su mami, relajada en medio del torbellino de solicitudes, nos relató
anécdotas infantiles y él, mi hermano y orgulloso jefe de familia, nos convidó
de una copa de vino cuando, una a una de las niñas, se fueron despidiendo para
ir a dormir.
La madrugada nos sorprendió hablando de las cosas que nuestro corazón
había guardado durante los últimos dos años. Al filo de la mesa derramamos
nuestros dolores y heridas, nuestras esperanzas y, de vez en vez, nos reímos de
nuestros propios miedos. ¡Cuánto valor puede infundir al alma, una compañía que
nos asegura en amor y respeto!
Ya con los planes trastocados, nos dejamos llevar por la inercia de la
convivencia. El desayuno del día siguiente, aderezado de bullicio y
conversación continua, se ligó a la hora del refrigerio. Y entre bocados de
fruta picada, fue nuestro turno de escuchar los pormenores de la vida de la
peculiar familia.
Tras el deleite de aquel remanso, llegó la despedida y largas horas de
reflexión se dieron en mi corazón sobre una interminable carretera de vuelta.
Un duelo no terminado se mezcló con el gozo por la felicidad ajena.
Pensar en aquellas seis personas tan amadas, entretejidas en un tapiz de
personalidades y con la fortaleza de los hilos unidos en una sola meta, me hizo
confirmarle al corazón: Mientras una familia, aunque sea sólo una, sobreviva,
la sociedad mantiene una esperanza.
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