Sólo una cosa es segura, dicen por ahí, y es que, todos, algún día, habremos
de morir. Y no tengo argumento ni réplica al respecto. Pero, el tiempo y la
forma, son algo que a todos nos será revelado, en su momento, y serán tan
únicos como nuestra propia vida.
Para algunos afortunados, diría la mayoría, la muerte los encontrará
en su propia cama y cuando ya hayan contado muchos, muchos años. Y, en eso,
comienzo a tener algunas dudas, porque ¿cuántos han probado la vejez antes de
caer en ella, como para asegurar que es de gran fortuna?
Me han bastado sólo siete días de reposo obligado por enfermedad para
entender que, la vejez, es tal vez una de las pruebas más intensas de la vida.
Para cuando llega, el cuerpo, las más de las veces, ha quedado rezagado a las
capacidades de la mente y, es entonces el momento de vivir el albur de la
dependencia en la buena voluntad y disponibilidad de los que nos rodean.
Para quienes cuentan con el amante esposo que aún recuerda la parte
que citó en sus votos, “en la salud y la enfermedad”, tal vez el tránsito sobre
la ancianidad cuente con algo de certidumbre pero, ¿qué pensar para el viudo o
la mujer sin hijos? Olvidado el mandato de Dios sobre el cuidado del
necesitado, ¿qué esperan los solitarios en sus últimos días?
Tratar de vivir al ritmo del mundo de los sanos y jóvenes, también,
puede ser un reto inconquistable. Y ni hablar de la soledad que implica el
quedarse atrás.
Mi mente, bloqueada siete días por el desgaste de las presiones
sostenidas durante dos años, me mostró una realidad y una dimensión
desconocida. Una que me espera, si soy de las “afortunadas”, con sus limitaciones,
su soledad y su olvido dentro de muchos años.
Empiezo a pensar que, la frase de Camilo José Cela, tiene mucho de
verdad: “La muerte es dulce; pero su antesala, cruel”. Camilo José Cela (1916-2002) Escritor español.
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