Como
mosquito rondando, en una noche calurosa, así me atosigó el «hubiera» desde que
volví de viaje y me encontré con mi padre postrado, inmerso en una ausencia
callada y sin comer. Junto con los muchos kilos, había perdido el ánimo y el deseo
de luchar.
Antes
de partir a China, él me insistió que debía hacer ese viaje y me prometió que
pondría todo su empeño en recuperarse de la cirugía en la que le habían
retirado un riñón.
«Vete
a tu viaje, flaca, acompaña a tu marido, yo estaré bien», me dijo, cuando le
anuncié que cancelaba mis planes. Escuché su consejo y así lo hice, muy a mi
pesar.
A
cada llamada a México, las noticias no mejoraban. Nadie lograba hacer que
probara alimento. Mi padre moría de hambre ante la mirada de todos. Un par de
veces, según me enteré, mi hermana, médico de profesión, le aplicó sueros para
mantenerlo con vida.
«Me
regreso a México, pá», le dije en una llamada, cuando le sujetaron la bocina
junto a la oreja, «no estás cumpliendo tu promesa». Con voz ronca me respondió
que no, que continuara con mis planes y que mi deber era estar junto a mi esposo.
De
eso son ya tres años y aún juego a los vencidas contra el «hubiera» que me
tortura con la idea de que, al igual que esos dos años en los que cuidé a mi
madre, pude haber tenido la misma suerte de lograr animarlo, empujarlo y
sacarlo de aquel tobogán que lo llevaba a la muerte.
Aún
tenía muy fresco el recuerdo de las semanas en las que mi madre, enferma y
deprimida, también rehusaba hasta comer, consumiendo los días entre llantos y
sueños profundos. En un duelo de obstinación, le insistí, la empujé, la amenacé
y le rogué hasta que juntas rompimos esa inercia. Dos veces salvó la vida en el
hospital y, tras decenas de citas médicas, terapias y cuidados, y contra todo
pronóstico, ella se recuperó. Más de dos años de esfuerzo y un empeño, que sólo
el amor es capaz de sostener, la sacaron adelante.
Si
aquella historia con mi madre había tenido un final feliz, ¿porqué no iba a
esperar lo mismo con mi pá? «Porque te fuiste a China», respondía la voz del
remordimiento, que hizo alianza con el «hubiera», robándome la paz.
Cuando
el fantasma de su muerte aparece, siempre viene acompañado con las dudas, de
esas que la razón no es capaz de atajar y que siembran esperanzas estériles
sobre un pasado que ya nadie es capaz de cambiar; y llegan aguijoneándome, una y
otra vez, con el pernicioso «si no te hubieras ido».