Dos
cosas tengo en mente ahora: que mi andar por el duelo tras la muerte de mi
padre, en realidad, ha sido una huida y que, como escritora, la única forma de
sanar de esa pérdida está en las letras.
Así
que, dos años, siete meses y doce días después, jalo aire y me dispongo a
caminar sobre las espinas, para que mi alma se haga una con la realidad.
No
me apetece el diván y, aunque tengo un par de amigas muy sabias y que creo en
la psicoterapia, reconozco que mi lengua es torpe y que mis dedos son los más fieles
voceros de mis pensamientos. Por eso elijo escribir para recordar, llorar,
reclamar o hacer lo que he de hacer para convivir con la verdad de que mi padre
ha muerto, y no continuar con la mentira de que aún vive, allá, lejos, en
México.
En
este intento, confieso, se trenzan tres sentimientos. El miedo al juicio, pues
parece que todos los adultos que conozco han llegado a la aceptación de la
muerte de sus padres transitando la línea recta que les marcó la madurez. La duda de ser incapaz de vencer el pudor y no llegar a desnudar la experiencia de
lo vivido. Y el peor de todos: terror de que en el proceso de aceptación, la muerte de mi
padre sea definitiva, que no lo sienta más junto a mí y que lo pierda para siempre.
Si
me he alejado del diván, es porque no quiero que la fecha de una cita me empuje
para avanzar en este peregrinaje. Andaré a mi ritmo. Respetaré el fluir natural
de los recuerdos. Me detendré cuando sea tiempo de que las emociones fermenten
hasta convertirse en sentimientos que pueda digerir.
No
impondré plazos a mi alma, a quien hoy le hago una promesa: "seré paciente, te
cuidaré las heridas y me convertiré en tu aliada, sin juzgarte y aceptando todo
lo que de ti salga, hasta que encuentres una forma de ser en tu nuevo estado de
orfandad asumida".
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