Muchas gente
tiene anécdotas de las actividades o intereses que los unieron a personas
significativas de su vida. Así, está el abuelo que enseña al nieto a jugar al
ajedrez o la tía que prepara postres con su sobrina favorita.
En nuestro caso
–a decir verdad– poco hicimos juntos que forjara la relación padre-hija de
manera especial. Cierto es que un tiempo salimos a cabalgar en las madrugadas,
tú y yo. . . ¡y cinco hermanos más! Y que jugábamos en la cancha de tenis de la
Granja Los Compadres, tú y yo. . . ¡y quince amigos más que hacían los turnos!
¡Ah! También me enseñaste a manejar cuando apenas cumplía doce años y que
salíamos los domingos para practicar. . . ¡con tres hermanos sentados en el
asiento trasero!
El resumen,
pues, es que no fue tarea fácil encontrar los momentos o actividades íntimas y
únicas que pueda reseñar ahora en mis memorias. Pero un día –poco después de que cumplí 30 años–, algo
cambió entre tú y yo. El 11 de julio nació un interés común que nos uniría y
nos llevaría a disfrutar conversaciones que a ambos dejaban con una sensación de
orgullo compartido.
Poca gente lo
sabe pero, tú, después de haber tenido ocho hijos y para entonces cinco nietos,
por primera vez cargaste en brazos a un bebé y debutaste con tu nieto “Salvador Octavio”, como siempre lo llamaste, casi con tono
ceremonioso. Fue con el nacimiento de mi hijo que tú disfrutaste de mí y, más
de una vez, me miraste con ternura cuando yo misma me embelesaba contemplando a
mi bebé. ¿Habrá sido entonces que tú mismo quedaste prendado de aquel niñito?
Desde entonces,
una conversación obligada entre nosotros ocurría cuando me pedías las últimas
noticias de tu nieto. Primero, incluyeron sus avances en el patinaje artístico
sobre hielo, después siguió el beisbol y –a los pocos años– sobre sus estudios
y viajes en el extranjero. El tema de nuestras charlas cambió a lo largo del tiempo pero –el final–
permaneció intacto hasta que, hace un poco más de un año, te fuiste. –Tienes un
gran hijo, flaca, ¡es un hombre excepcional! Eres muy afortunada, ya no queda mucha gente como él”– me decías,–
dile que tenemos que buscar una oportunidad para salir a conversar.
Parece que, después
de todo, tú yo tuvimos algo en común, papi; alguien que nos unió por el orgullo
y por convertirse en nuestra permanente fuente de satisfacción.
Es por eso que –ayer
por la noche– odié no poder tomar el teléfono y platicarte que a nuestro Salvador Octavio, mi Tayo, la
universidad donde se formó profesionalmente le otorgó dos menciones
honoríficas; que no podría recibirlos por seguir siendo el eterno viajero y
que, por su clásica humildad y discreción, la noticia me cayó totalmente
por sorpresa.
Y ahora que te
escribo, confieso que poco se me antoja que alguien –con todo el amor y buena
voluntad– me recuerde que tú seguramente estarás disfrutando de la noticia
desde el cielo, porque ¿sabes?, hoy, el saber del cielo no me basta. Porque no puedo
ver esa chispa de merecida vanidad en tus ojos; porque no escucho esas palabras
llenas de satisfacción por mi hijo –tu nieto favorito–; ni puedo sentir tu mano
palmeándome la mejilla recordándome lo bendecida que soy de ser su madre ni
escucharte decir que Salvador –mi marido– es un hombre excepcional y que no le
sorprende que su hijo también lo sea.
Me alegra que
estés viviendo en el cielo y sé que la vida eterna es lo importante, pá, pero
esta vida también lo es y –los momentos como éstos– hacen que valga la pena
vivirla, sobre todo, si los compartes con quienes más te importan y que amas. .
. y tú. . hoy tú ya no estás.
¡Te extraño hoy
y te extrañaré siempre! Nadie como tú para compartir las buenas noticias de
nuestro Salvador Octavio. . . en eso,
¡eres irremplazable!
¡FELICIDADES A MI TAYO! ¡FELICIDAD PARA TI Y PARA MI, PÁ, QUE TANTO LO AMAMOS!
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