Entre los muros
de la oficina, aquella chica de ojos grandes y actitud risueña, te escuchó
atenta. . . ¡muy atenta, papi!
Con la
parsimonia con la que la edad te fue revistiendo, esa que reta al tiempo y que
termina venciéndolo, le contaste historias de tu juventud; le regalaste
anécdotas y las conclusiones de una vida llena de experiencias. Frente a ese
público de una sola persona, vertiste horas de tu paso por la vida y la
entretejiste con un poco de las nuestras, tu familia.
Y –entre plática
y plática–, fuiste añadiendo trabes hasta formar un puente entre tu oyente y
tú. Con las amarras de tus consejos, sin proponértelo, la convertiste en una hija
más. Ese vínculo de adopción comenzó a alojar confianza ciega y ella, sin
reparos, se cobijó bajo las ramas de tus palabras cariñosas de apoyo y
dirección.
–¡En verdad!–
dice el mensaje, y ese corto texto me revela su tristeza, –¡extraño mucho a su
papi! ¡Lo extraño y lloro!
Mientras me
describe sus encuentros contigo, papi, de los que ahora sólo le quedan un
sillón de respaldo alto, el más vacío que cualquiera de tu oficina, la imagino
con ojos inundados –como tantas veces siento los míos cuando intentan aclarar
la visión de un mundo sin ti, echando fuera la tristeza– y me entero que pone
una flor sobre tu escritorio para recordar tu vida.
En momentos en
que la gente intenta tomar ventaja de tu ausencia o levanta el puño contra
alguno de nosotros –los tuyos–, ella regresa a buscar entre sus recuerdos y
busca tus consejos –los que atesora como su brújula de vida–, y responde a los
ataques con la fidelidad de una hija porque, sí, papi, ella es una de las
tantas hijas e hijos que fuiste adoptando a tu paso y que ahora, tras tu
partida, me estoy encontrando por la vida.
Fuiste un hombre
bueno, pá, un ser humano generoso; y eres –aún cuando tu cuerpo ya no refleja
tu presencia entre nosotros– un padre para muchos hijos que –con tus consejos–
engendraste.
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