sábado, 6 de junio de 2015

"LA PROMESA: Guadalajara"

“Mi tía”

Lo que ocurrió en Guadalajara –para los más cercanos –no es ningún misterio: fue ahí donde mi papi cerró los ojos, expiró y dejó esta Tierra para siempre. Fue ahí donde experimenté la primera e incalculable pérdida y donde, también, encontré a una de las personas que me aseguran que el amor de verdad existe.
De sus brillantes ojos verdes –que sólo compiten con los destellos que le gusta llevar en su ropa, accesorios y hasta la funda de su celular –recibí la fuerza interior que me ayudó a caminar los largos y agotadores días en los que mi papi, de a poquito cada día, moría. 
¿Qué habría sido sin su compañía? Supongo que Dios me habría enviado otro recurso para hacerlo pues creo, sin el menor asomo de duda, que nunca me da más de lo que puedo cargar. Pero, por alguna razón que sólo Él sabe, puso a mi tía Chayo junto a mí y tal vez fue para que yo tuviera un lugar donde pudiera desesperar o quejarme, perder la esperanza, cansarme y hasta llorar, sabiendo que no perdería ni su amor ni su respeto.
Para muchos, llorar es un acto público o privado, indistintamente. Pero para la gente como yo –introvertida desde la médula de los huesos –compartir mi llanto es casi como desnudar mi alma. Así que hacerlo bajo los reflectores de los desconocidos es casi un suicidio a la intimidad.

Mi tía parece haberlo entendido desde siempre, cuando pasaba su mano por mi cabeza –como cuando se acaricia un gato suavemente para no ahuyentarlo –y yo apenas tenía cinco años.
En Guadalajara –teniendo yo el alma de escritora y careciendo mi voz la práctica para hablar las cuitas del corazón –, mi tía se convirtió en portavoz de mis propios pensamientos, ayudándome a ponerlos en palabras y escucharlos flotando en el aire para entenderlos.
Durante esos meses, fue como tener de regreso a esa aliada que –en mi adolescencia –me defendía cuando se abrían zanjas entre mis padres y mi yo; sólo que ahora el contrincante era uno invencible y con el que no podía negociar: la acechante muerte de mi padre.
Han pasado casi tres meses y aún la extraño. Cada mañana, al abrir los ojos, quisiera amanecer en aquel departamento que se convirtió en nuestro hogar por tantas semanas. Deseo, en secreto, salir de la habitación para encontrarla esperándome para compartir el cereal –nuestro ritual para desayunar y hablar del reporte de salud de mi papi, la buena o mala noche de mi mami y –algo que rara vez ocurre en mi vida –para preguntarme como estaba yo y no sólo de lo físico.
Extraño sus cuidados, sus consejos, su paciencia para escuchar mis temores. Añoro tomarnos de la mano para orar –a mi modo –junto a ella. Me hace falta su compañía y no tenerla es a veces tan triste como la realidad de haber perdido a mi padre.
Sí, nos vemos de vez en cuando y conversamos, pero aquella comunión en medio del dolor, aquella paz y complicidad nacida del exilio de nuestros hogares, no volverán a ser jamás. Y entonces comprendo que Dios hace regalos sin importar si vivimos en mitad de la tormentas pues ella, mi tía Chayo y su compañía, fueron uno de los más amados y memorables obsequios que Dios me ha dado jamás.

¡Te extraño, tía Chayo! Pido a Dios que no tenga límite en sus bendiciones para ti y que sea tan generoso prodigándolas como tú lo has sido conmigo. 
¡Te quiero!

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