“Mi tía”
Lo que ocurrió en
Guadalajara –para los más cercanos –no es ningún misterio: fue ahí donde mi
papi cerró los ojos, expiró y dejó esta Tierra para siempre. Fue ahí donde
experimenté la primera e incalculable pérdida y donde, también, encontré a una
de las personas que me aseguran que el amor de verdad existe.
De sus brillantes
ojos verdes –que sólo compiten con los destellos que le gusta llevar en su
ropa, accesorios y hasta la funda de su celular –recibí la fuerza interior que
me ayudó a caminar los largos y agotadores días en los que mi papi, de a
poquito cada día, moría.
¿Qué habría sido sin su compañía? Supongo que Dios me
habría enviado otro recurso para hacerlo pues creo, sin el menor asomo de duda,
que nunca me da más de lo que puedo cargar. Pero, por alguna
razón que sólo Él sabe, puso a mi tía Chayo junto a mí y tal vez fue para que
yo tuviera un lugar donde pudiera desesperar o quejarme, perder la esperanza,
cansarme y hasta llorar, sabiendo que no perdería ni su amor ni su respeto.
Para muchos,
llorar es un acto público o privado, indistintamente. Pero para la gente como
yo –introvertida desde la médula de los huesos –compartir mi llanto es casi
como desnudar mi alma. Así que hacerlo bajo los reflectores de los desconocidos
es casi un suicidio a la intimidad.
Mi tía parece
haberlo entendido desde siempre, cuando pasaba su mano por mi cabeza –como
cuando se acaricia un gato suavemente para no ahuyentarlo –y yo apenas tenía
cinco años.
En Guadalajara
–teniendo yo el alma de escritora y careciendo mi voz la práctica para hablar
las cuitas del corazón –, mi tía se convirtió en portavoz de mis propios
pensamientos, ayudándome a ponerlos en palabras y escucharlos flotando en el aire para entenderlos.
Durante esos
meses, fue como tener de regreso a esa aliada que –en mi adolescencia –me
defendía cuando se abrían zanjas entre mis padres y mi yo; sólo que ahora el
contrincante era uno invencible y con el que no podía negociar: la acechante muerte
de mi padre.
Han pasado casi
tres meses y aún la extraño. Cada mañana, al abrir los ojos, quisiera amanecer
en aquel departamento que se convirtió en nuestro hogar por tantas semanas.
Deseo, en secreto, salir de la habitación para encontrarla esperándome para
compartir el cereal –nuestro ritual para desayunar y hablar del reporte de
salud de mi papi, la buena o mala noche de mi mami y –algo que rara vez ocurre
en mi vida –para preguntarme como estaba yo y no sólo de lo físico.
Extraño sus
cuidados, sus consejos, su paciencia para escuchar mis temores. Añoro tomarnos
de la mano para orar –a mi modo –junto a ella. Me hace falta su compañía y no
tenerla es a veces tan triste como la realidad de haber perdido a mi padre.
Sí, nos vemos de
vez en cuando y conversamos, pero aquella comunión en medio del dolor, aquella
paz y complicidad nacida del exilio de nuestros hogares, no volverán a ser
jamás. Y entonces comprendo que Dios hace regalos sin importar si vivimos en
mitad de la tormentas pues ella, mi tía Chayo y su compañía, fueron uno de los
más amados y memorables obsequios que Dios me ha dado jamás.
¡Te extraño, tía
Chayo! Pido a Dios que no tenga límite en sus bendiciones para ti y que sea tan
generoso prodigándolas como tú lo has sido conmigo.
¡Te quiero!
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