Todos –por lo menos una vez en la vida– nos cruzamos con
gente que convierte al mundo en algo mejor y que nos regala historias de amor
que contaremos a nuestros nietos.
Yo me topé con
una y la conocí en diciembre, hace 12 años.
En unas cuantas semanas, fue inevitable no quererla. Su
sonrisa y su burbujeante hablar proclamaban, sin trapujos, dos cosas: Su amor inegable
a Cristo y su apasionado amor al prójimo.
Pasó poco tiempo antes de que me enterara de su labor. Cuando
apareció por primera vez en nuestra iglesia con un bebé en brazos, las
historias de su ministerio comenzaron a fluir y yo comencé a entenderla un poco
más. Ver a familias –felices y agradecidas– recibir a aquellas lindas
criaturitas, rescatadas para ser adoptadas, fue para mí la evidencia de que la
verdadera fe tiene por destino florecer en actos de amor, sacrificio y bondad.
Maureen, con sus ojos como gemas vivas y cabellos rojos, se
conviritó pronto en el canal de
misericordia para unir a nuestra iglesia con los necesitados. Incansable, también
promovía entre nosotros acciones para hacer llegar uniformes y útiles a los
niños que lo necesitaban. Con la bandera de una humildad sin disfraz y un amor
sin barreras de piel, traía hasta nuestra puerta oportunidades para amar al
prójimo.
Ella, con ejemplo urdido con hilos de buenas obras, fue
tejiendo en sus hijos una fe viva que no se limitó a palabras de buena rima.
Así logró que la compasión se convirtiera en el sentimiento familiar, a la que
jamás tapizó con tristeza o lástima. El dar alegre y compartir –hasta el
espacio más personal– enseñaron a los suyos de la verdadera caridad, tal como
“su Jesús” lo hacía.
Con su rostro de extranjera y sus expresiones tan mexicanas;
con su forma locuaz de saltar del español al inglés, y con su capacidad para
actuar con la elegancia diplomática para luego convertirse en la juguetona
madre temporal de su bebé en turno, siempre me pareció que era una mujer que
vivía en dos mundos. Y hoy compruebo que así fue.
Ella vivió con un pie temporalmente asentado en esta tierra
–para hacer el bien– y con la mente en el cielo –su hogar–, a donde esta mañana
ha ido a vivir eternamente.
Hoy estoy llorando la partida de mi amiga Maureen. Lamento
que haya tenido que irse tan pronto y más me duele pensar que está dejando un
vacío enorme en este mundo que tanto necesita de gente que ame a Dios con todo
su corazón, su mente, sus fuerzas y sus obras. ¡Hacen tanta falta personas, como
ella, alegres y congruentes en el amor!
Sí, puedo declarar que ella es una gran pérdida y que nos hará
mucha falta. Pero su legado –ya de por sí valioso– también incluía una verdad y
una certeza: Que Dios la salvó a través de Cristo y que, por una eternidad,
continuará dando honor y gloria a su Dios, allá –en su morada celestial– donde
seguramente ya estará acunando un montón de bebecitos y hablándoles en su
“lengua champurrada” sobre el amor a Dios y las historias de su Jesús.
Te extrañamos desde ya, amiga y hermana querida.
Nuria
P.D. ¿Podríamos ser vecinas en el cielo, my friend?
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