Cuando niña, uno de los más conocidos íconos de la maldad fue Maléfica.
Llena de belleza exótica y malos sentimientos, hacía alarde de ingenio
para arruinar la vida de los que la rodeaban. Una combinación de celos, egoísmo, odio y envidia eran el
combustible de sus maquinaciones.
Ahora, muchas décadas después, descubro que el protagonismo de una
película no recae en el personaje tradicional: la buena del cuento. Por el
contrario, el eje de la historia es esta malévola hechicera, de mi
infancia.
Al igual que la leyenda original, los personajes se enredan hasta un
momento en el que, en un doloroso suspenso, todos parecen haber perdido algo:
una amistad, el amor, la esperanza, y hasta la cordura. Y, ¡todo iniciado por los
mismos malos sentimientos de siempre!
El final nos entrega la enseñanza cuando uno de los personajes
confiesa: “Me dejé llevar por el odio y el rencor”. Aunque la confesión es
sincera y el arrepentimiento real, las heridas, el dolor y las pérdidas ya no
pueden ser borrados. Para cuando la conciencia descubre el error, las
relaciones ya han sido quebrantadas, los sentimientos heridos y el recuento de
los daños es largo y penoso.
Para fortuna de quienes vimos esta nueva perspectiva de la historia,
éste también es un cuento y, como buen cuento, llegó un “final feliz”.
Pero no todo en esta cinta es puro cuento. Los celos, el odio, el egoísmo y la
envidia son muy reales y son parte de la vida que me rodea. Las consecuencias
de convertirlos en el combustible de nuestras decisiones y acciones, también lo
son. Y las rupturas y los daños destructivos, tan ineludibles como los del cuento.
Si, cuando nos muestran semejantes realidades en una enorme pantalla,
podemos identificar tan fácilmente lo pernicioso de semejantes sentimientos, entonces ¿por qué será que no somos capaces de evitarlos en nuestra propia vida?
Buena historia, buen final pero, en la vida real, ahí sigue latiendo la paradoja.
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