jueves, 9 de enero de 2020

CIEN Y CONTANDO: Infiel

“Cien y contando: Infiel”

Cien días. Solo cien días y la época que dio título a este blog terminará, pues en cien días cumpliré sesenta.
Y hoy sesenta es un número que impone. Es grande. Mucho más grande de lo que puedo creer. Y estoy a cien días de llegar, con un rezago de comprensión de lo vivido y sin haber cumplido la promesa de compartir lo que ocurre en los cincuentas.
Eso me recuerda, una vez más, que no se puede prometer nada en el futuro porque, cuando lo vamos transitando, surgen un sinfín de trampas y retos que nos hacen tropezar. Nos sorprenden.
Sí, de eso se han tratado estos diez años: de sorpresas. Cosas que, aunque escuchamos que le han pasado a otros, cuando nos caen encima, no sabemos reaccionar. Esa es la sorpresa, que no deberían sorprendernos y que el dicho de «nadie experimenta en cabeza ajena» es cierto, ciertísimo.
Por ejemplo, todos sabemos que por ley natural la gente muere y, por la misma razón, mueren primero nuestros padres. Y un mal día, se muere tu padre. Sí. Amaneces huérfana de padre. Entonces te quedas atascada en la orfandad, como a mitad de un pantano y duele. Y cada día te duele más. 
O nos sabemos de memoria aquello del «nido vacío». Y vemos que los hijos crecen, que van armando sus vidas y ¡zaz! Que nadie nos dice que, tal vez, seas tú quien se irá y que te llevarás un nido sin meter a todos los tuyos dentro. 
Pero no todo lo que pasa es siempre malo. 
Las sorpresas también llegan a ponernos de cabeza el orden de las cosas, o el orden en el que creíamos debían ocurrir. Y un día, a miles de kilómetros de casa, se nos abre una disyuntiva sobre la que debemos decidir: ¿retomas ese sueño no cumplido o renuncias a él y vuelves a casa para continuar sobre el camino trazado y convencional de vida por el que has andado?
Pero, basta. Dejaré de hablar con esa voz impersonal y lo diré en primera persona, que es ahí donde la vida me ha zarandeado y es lo que quiero contar: un día, de estos diez años, me convertí en huérfana de padre y perdí al hombre que fue siempre mi cobijo; y no tuve tiempo de vivir el duelo, porque me fui lejos y no entendí que él era quién se había ido; y dejé mi país para convertirme en expatriada, cuando decidí retomar el sueño de escribir bajo el título oficial de «escritora», renunciando a una vida familiar por la que siempre luché.
Y esas son solo algunas de las cosas que he vivido, de las que escribiré a lo largo de estos últimos cien días que aún me quedan. Solo que, esta vez, no prometo que les contaré todo y que lo haré con la fidelidad del reloj. Ahora me reconozco infiel. Si algo he aprendido en estos diez años ha sido a tomar en serio las sorpresas. Porque, aunque aún quedan cien días, ya sé que la vida no necesita más que un segundo para torcernos el camino y reírse de nuestros planes.
               Así que, con la humildad que la vida me ha impuesto, a fuerza de mazazos y sorpresas, hoy me propongo (que no es una promesa o compromiso para con nadie) escribir aquellos recuerdos que quiero guardar y compartir antes de iniciar la imponente década de los sesenta.

miércoles, 25 de octubre de 2017

"Confiaré en las letras: Hubiera"

Como mosquito rondando, en una noche calurosa, así me atosigó el «hubiera» desde que volví de viaje y me encontré con mi padre postrado, inmerso en una ausencia callada y sin comer. Junto con los muchos kilos, había perdido el ánimo y el deseo de luchar.
Antes de partir a China, él me insistió que debía hacer ese viaje y me prometió que pondría todo su empeño en recuperarse de la cirugía en la que le habían retirado un riñón.
«Vete a tu viaje, flaca, acompaña a tu marido, yo estaré bien», me dijo, cuando le anuncié que cancelaba mis planes. Escuché su consejo y así lo hice, muy a mi pesar.
A cada llamada a México, las noticias no mejoraban. Nadie lograba hacer que probara alimento. Mi padre moría de hambre ante la mirada de todos. Un par de veces, según me enteré, mi hermana, médico de profesión, le aplicó sueros para mantenerlo con vida.
«Me regreso a México, pá», le dije en una llamada, cuando le sujetaron la bocina junto a la oreja, «no estás cumpliendo tu promesa». Con voz ronca me respondió que no, que continuara con mis planes y que mi deber era estar junto a mi esposo.
De eso son ya tres años y aún juego a los vencidas contra el «hubiera» que me tortura con la idea de que, al igual que esos dos años en los que cuidé a mi madre, pude haber tenido la misma suerte de lograr animarlo, empujarlo y sacarlo de aquel tobogán que lo llevaba a la muerte.

Aún tenía muy fresco el recuerdo de las semanas en las que mi madre, enferma y deprimida, también rehusaba hasta comer, consumiendo los días entre llantos y sueños profundos. En un duelo de obstinación, le insistí, la empujé, la amenacé y le rogué hasta que juntas rompimos esa inercia. Dos veces salvó la vida en el hospital y, tras decenas de citas médicas, terapias y cuidados, y contra todo pronóstico, ella se recuperó. Más de dos años de esfuerzo y un empeño, que sólo el amor es capaz de sostener, la sacaron adelante.
Si aquella historia con mi madre había tenido un final feliz, ¿porqué no iba a esperar lo mismo con mi pá? «Porque te fuiste a China», respondía la voz del remordimiento, que hizo alianza con el «hubiera», robándome la paz.

Cuando el fantasma de su muerte aparece, siempre viene acompañado con las dudas, de esas que la razón no es capaz de atajar y que siembran esperanzas estériles sobre un pasado que ya nadie es capaz de cambiar; y llegan aguijoneándome, una y otra vez, con el pernicioso «si no te hubieras ido».

domingo, 22 de octubre de 2017

"CONFIARÉ EN LAS LETRAS: Lejos del diván"

Dos cosas tengo en mente ahora: que mi andar por el duelo tras la muerte de mi padre, en realidad, ha sido una huida y que, como escritora, la única forma de sanar de esa pérdida está en las letras.

Así que, dos años, siete meses y doce días después, jalo aire y me dispongo a caminar sobre las espinas, para que mi alma se haga una con la realidad.

No me apetece el diván y, aunque tengo un par de amigas muy sabias y que creo en la psicoterapia, reconozco que mi lengua es torpe y que mis dedos son los más fieles voceros de mis pensamientos. Por eso elijo escribir para recordar, llorar, reclamar o hacer lo que he de hacer para convivir con la verdad de que mi padre ha muerto, y no continuar con la mentira de que aún vive, allá, lejos, en México.

En este intento, confieso, se trenzan tres sentimientos. El miedo al juicio, pues parece que todos los adultos que conozco han llegado a la aceptación de la muerte de sus padres transitando la línea recta que les marcó la madurez. La duda de ser incapaz de vencer el pudor y no llegar a desnudar la experiencia de lo vivido. Y el peor de todos: terror de que en el proceso de aceptación, la muerte de mi padre sea definitiva, que no lo sienta más junto a mí y que lo pierda para siempre.

Si me he alejado del diván, es porque no quiero que la fecha de una cita me empuje para avanzar en este peregrinaje. Andaré a mi ritmo. Respetaré el fluir natural de los recuerdos. Me detendré cuando sea tiempo de que las emociones fermenten hasta convertirse en sentimientos que pueda digerir.


No impondré plazos a mi alma, a quien hoy le hago una promesa: "seré paciente, te cuidaré las heridas y me convertiré en tu aliada, sin juzgarte y aceptando todo lo que de ti salga, hasta que encuentres una forma de ser en tu nuevo estado de orfandad asumida".

domingo, 30 de abril de 2017

"CARTAS: Los otros regalos"

Porque, tú no sabes, pero es difícil amar a la gente buena, y más a la gente tan buena como tú, esposo.
Tú te ríes de la broma que con frecuencia hago diciendo: Si tú y yo nos divorciáramos, ¡créanme!, mis padres se quedarían contigo. Pero es algo que yo no dudo, porque, yo en su lugar, también lo haría.
También juego con mis nuevos amigos pidiéndoles, cuando están por conocerte, que no dejen de quererme a mí.
Es tan fácil para todos quererte. Así eres tú, alguien que se da a querer con la misma naturalidad con la que un bebé nos saca una sonrisa.
Y eso que la gente no sabe de los mil obsequios con los que me pastoreas por la vida: tu paciencia cuando la mía se consume, tu presencia cuando me mudo a vivir dentro de mí, tu tolerancia a mis locuras, tu tenacidad al perseguirme cuando escapo, tu generosidad hacia los que amo y la manera como me cuidas hasta de mí misma. ¡Vaya!, hasta haces por mí todo lo que yo detesto: cargar gasolina, hacer las compras y sacar la basura.
Tal vez, por todo eso que me das, por el cariño constante conque me abrigas y por los regalos que nadie ve, es que me haces tan difícil quererte, sí, quererte como realmente mereces, como quisiera amarte para estar a la altura de alguien como tú.
Pero es que, aún cuando lo intento, no logro dejar de seré yo, fatalmente yo: con mis contradicciones, mi necesidad de libertad extrema, mi manía de respirar aprisa y soñar muy alto, y viviendo siempre enferma de esa infancia átmica que me infectó desde antes de nacer.

Quisiera ser mejor para ti, Salvador, lograr amarte todo lo que por méritos te ganas; madurar y aprender a renunciar al montón de sueños que empujan la tapa de mi caja negra rebosante y, simplemente, lograr ser esa mujer ideal que no llegó a tiempo y a la que a veces pienso usurpé el lugar de esposa.
Pero no puedo, Gordo, ¡tú sabes cuánto lo intento! Y el tiempo pasa y de mis poros no deja de brotar algo parecido al egoísmo que me sigue modelando y, entonces, pierdo la esperanza de llegar a ser la mujer que tú quisieras, la amante que tú necesitas, la esposa que tú mereces.
Por eso, ya te dije, es difícil amar a la gente buena porque, gente como tú, siempre merecen más amor del que los demás somos capaces de dar.
Así que, al amor imperfecto que soy capaz de entregarte, le agrego mi gratitud y mi reconocimiento.

¿Qué más te puedo dar?

martes, 25 de abril de 2017

¡Hola, Pá!: Inmortal

Hoy, hace once años, por primera vez deseé ser inmortal. Nunca te pregunté si tú habías deseado lo mismo cuando tu primera nieta, mi hija, nació.
Cuando nació Patricio, Pá, se me reveló un tipo de amor que no pude comparar con nada. No era como una maternidad de segundo piso ni lo matizaban las fantasías de la novedad. Todo lo contrario. Desde que mi nieto nació, el mundo tomó su verdadera forma, con las realidades más crudas y su finitud. Fue entonces que en mi mente surgió el deseo de trascender, vencer el tiempo y sus devastadores efectos, para estar junto a él.
A los cuarenta y seis años, tomé la decisión de cuidar de mi salud con mayor esmero, ejercitarme para conservar la facultad del juego por mucho tiempo, y despertar toda la creatividad disponible en mí para presentarle a mi nieto las riquezas y maravillas del mundo.
Quería, simplemente, ser inmortal para él.
Paradójicamente, también nació en mi la convicción de ser capaz del acto de altruismo supremo: estar dispuesta a morir por alguien. Sí, fue tan intenso el golpe del amor que echó fuera cualquier duda y desde entonces vivo con la disposición presta para hacer todo por él; entregarle mi vida, si fuera necesario.
Por eso fue tan fácil vivir esos años donde él se convirtió el centro de mi vida. Inició con un año sabático y se prolongó por varios más. ¡Los mejores años de mi vida!
Photo by: Amanda Keilor
Aún recuerdo las mañanas –mientras su mami continuaba con sus estudios–, la paz mientras tomaba sus diarios baños de sol; los paseos en el parque, la música clásica, acompañada de té, que disfrutábamos cada tarde antes de la hora del baño; y las frecuentes visitas a la librería, eligiendo libros que después leíamos un montón de veces, ¡qué placer!
De mi nieto recibí la identidad que mejor se ha ajustado a mi corazón. Dejé de ser yo para convertirme en Gramma, palabra que para mí significa: amor y deleite, ojitos nuevos que hacen surgir lo mejor de mí, y gozo por la vida.
Mi niño hoy cumple once años, Pá, ¡once largos años repletos de vida y esperanza! Y, por irónico que parezca, le estoy regalando –no con poco sacrificio– mi ausencia y la distancia. Tal vez, decidir estar lejos de él ha sido una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar. Pero, como ya dije, por él y su felicidad, soy capaz de morir. Así pues, esta separación necesaria y bendita, es lo menos que puedo hacer para que su vida tome el rumbo de plenitud y equilibrio que deseo para él, con toda el alma.
Ojalá tuviera la certeza de que tú puedes vernos y de que Dios te ha concedido la facultad de la intercesión, pero mi fe no encuentra por ningún lado esa seguridad. Porque, si así fuera, te pediría que le dijeras al buen Dios que no lo deje ni un segundo lejos de su lado. Y que siembre en el corazón de mi Patricio gozo por la vida, sabiduría para vivirla y generosidad para compartirla.

¡FELIZ CUMPLEAÑOS, MI NIETO AMADO!