Cien días. Solo cien días y la época que dio título a este blog terminará, pues en cien días cumpliré sesenta.
Y hoy sesenta es un número que impone. Es grande. Mucho más grande de lo que puedo creer. Y estoy a cien días de llegar, con un rezago de comprensión de lo vivido y sin haber cumplido la promesa de compartir lo que ocurre en los cincuentas.
Eso me recuerda, una vez más, que no se puede prometer nada en el futuro porque, cuando lo vamos transitando, surgen un sinfín de trampas y retos que nos hacen tropezar. Nos sorprenden.
Sí, de eso se han tratado estos diez años: de sorpresas. Cosas que, aunque escuchamos que le han pasado a otros, cuando nos caen encima, no sabemos reaccionar. Esa es la sorpresa, que no deberían sorprendernos y que el dicho de «nadie experimenta en cabeza ajena» es cierto, ciertísimo.
Por ejemplo, todos sabemos que por ley natural la gente muere y, por la misma razón, mueren primero nuestros padres. Y un mal día, se muere tu padre. Sí. Amaneces huérfana de padre. Entonces te quedas atascada en la orfandad, como a mitad de un pantano y duele. Y cada día te duele más.
O nos sabemos de memoria aquello del «nido vacío». Y vemos que los hijos crecen, que van armando sus vidas y ¡zaz! Que nadie nos dice que, tal vez, seas tú quien se irá y que te llevarás un nido sin meter a todos los tuyos dentro.
Pero no todo lo que pasa es siempre malo.
Las sorpresas también llegan a ponernos de cabeza el orden de las cosas, o el orden en el que creíamos debían ocurrir. Y un día, a miles de kilómetros de casa, se nos abre una disyuntiva sobre la que debemos decidir: ¿retomas ese sueño no cumplido o renuncias a él y vuelves a casa para continuar sobre el camino trazado y convencional de vida por el que has andado?
Pero, basta. Dejaré de hablar con esa voz impersonal y lo diré en primera persona, que es ahí donde la vida me ha zarandeado y es lo que quiero contar: un día, de estos diez años, me convertí en huérfana de padre y perdí al hombre que fue siempre mi cobijo; y no tuve tiempo de vivir el duelo, porque me fui lejos y no entendí que él era quién se había ido; y dejé mi país para convertirme en expatriada, cuando decidí retomar el sueño de escribir bajo el título oficial de «escritora», renunciando a una vida familiar por la que siempre luché.
Y esas son solo algunas de las cosas que he vivido, de las que escribiré a lo largo de estos últimos cien días que aún me quedan. Solo que, esta vez, no prometo que les contaré todo y que lo haré con la fidelidad del reloj. Ahora me reconozco infiel. Si algo he aprendido en estos diez años ha sido a tomar en serio las sorpresas. Porque, aunque aún quedan cien días, ya sé que la vida no necesita más que un segundo para torcernos el camino y reírse de nuestros planes.
Así que, con la humildad que la vida me ha impuesto, a fuerza de mazazos y sorpresas, hoy me propongo (que no es una promesa o compromiso para con nadie) escribir aquellos recuerdos que quiero guardar y compartir antes de iniciar la imponente década de los sesenta.