Las palabras se agolpaban en mi mente mientras el lento palpitar del
amanecer anunciaba que iniciaba el día de mi cumpleaños.
Si tuviera que titular el año que
termina, como al capítulo de un libro, ¿cómo lo llamaría?, pensé.
Al recapitular los eventos que fueron dibujando los relieves de mi
existencia, el nombre pasó por muchas etapas hasta llegar al que elegí.
Sin poder evitarlo, fue un año de ausencia. Con una voluntad aferrada a
vivir, me alejé de muchos a los que amo más y a quienes no quería consumir con
la incertidumbre de la victoria de la muerte. Incapaz de explicar la amenaza
que me consumía, puse la distancia necesaria para fijar mis esfuerzos en
recuperar la vitalidad perdida.
Y mientras vivía encerrada en lo que yo miraba oscuro, cual mortaja,
afuera, con la paciencia del que borda un gobelino, mi Dios enmendaba parajes
desgarrados y los transformaba en futuros nuevos.
Así, en el verano, dibujó la sonrisa de un milagro en el rostro de mi
nieto y con ello sembró un nuevo ritmo a mi corazón cansado. Poco tiempo
después, abrió el horizonte de mis otros nietos y sanó zanjas que herían sus
pequeñas almas. La paz, como brisa colándose bajo la puerta, inició su regreso
y, con él, nuevo aliento en mis venas.
Con el nuevo ritmo de mi alma, fui saliendo de la mortaja hasta quedar
nuevamente libre. Sólo entonces vi que, aquel encierro, era en realidad un
capullo donde mi Dios me resguardó para iniciar la transformación de mi fe.
También descubrí que nunca estuve sola. Además de Él, la mano de mi compañero
de camino, mi hermana –mi primera amiga- y mis más entrañables amigos me habían
acompañado.
Para estrenar mis alas, Dios puso ante mí un viento de prueba. Una
montaña que, en un principio, me pareció enorme e inconquistable. Aun así, con
alas nuevas, inicié el reto para alcanzar la meta. Entonces vi que no iba sola.
Muchas almas generosas se unieron al gran proyecto hasta que, en el tiempo de
mi Dios, todo fue completado. Además de sentir las alas de mi fe fortalecidas,
un nuevo pensamiento me alegraba: ¡Aún existen almas generosas en el mundo!
Como en el lento descorrer del telón de una gran obra, Dios fue
presentando nuevos futuros para infundirme esperanza. Ante mis ojos, vi de
nuevo el destello en la mirada de mi niña más amada. Día a día, Él fue armando
nuevos caminos para que ella los recorriera y así recordarme que, más que su
justicia, Él se da tiempo para mostrar Su Gracia y Su paciencia. Una paciencia
que yo traté de aprender al orar constantemente para ver más frutos. Aprendí
que, para perdonar y reconstruir, Dios tiene tiempos muy largos.
Después, en un instante, vi la primera prueba de que Dios seguía
trabajando, delicadamente, en el corazón de los míos. “Estoy muy agradecido a Dios porque me está confirmando que voy bien”,
fue lo que escuché de sus labios. Él, mi hijo amado, también había aprendido a
confiar en Él y a preguntarle. ¡Ahora sé que, él y yo, estaremos juntos
eternamente! ¡La esperanza dio más fuerza a mis alas!
Si antes escuché que, como un gran misterio, los esposos se convierten en
uno mismo, después de mi muerte en el capullo, atestigüé el gran milagro del
amor ágape con la devoción de mi esposo. Con un rostro envejecido y su
cabellera entintada de plata, él sostuvo mi mano al salir de aquel sepulcro de
tristezas que casi me arranca de sus brazos.
Pero, un día, no hace mucho, con ojos renovados y el espíritu reviviendo
con bocanadas de fe, inicié el recuento. Fue entonces que pude escuchar el eco
de oraciones que muchos hicieron por mí, reconocí las ayudas que pusieron junto
a mí para aligerar mi carga, vi el regalo de nuevos amigos, las manos que
habían tocado mi hombro para recordarme que me amaban, y recordé las lágrimas
que conmigo derramaron.
Fue un año difícil, tal vez uno de los más difíciles que he vivido. El
año que termina es, sin duda, el año en que morí: A las expectativas, a mi
vieja idea de inmortalidad y fortaleza, a la autosuficiencia inútil y a la
necia ilusión de “la vida feliz”.
Hoy tengo un año más por delante –si así es el plan de Dios– y lo inicio sintiéndome
renacer de esperanza, infundida de una fe distinta y con una mano, bien asida,
del Dios que hoy sé –y aseguro con plena certeza–, es el Único capaz de sostenerme.
MI GRATITUD A. . .
Gracias, Sandra, Donna, Reyna y Donají, amigas mías, por escucharme, llorar
conmigo y por no cesar en sus oraciones por mí.
Gracias, Pastor Lynn, mi paciente guía, por tus incesantes oraciones y tu
amistad fiel.
Gracias a mis padres, por amarme y perdonar mis ausencias. Por escucharme,
acompañarme y entenderme como sólo los padres pueden hacerlo.
Gracias, hermana Lina, por no cansarte de extender tus alas de ángel
sobre mí y ser mi eterna ayuda.
Gracias, sobrina Linita, porque la distancia no te impidió bendecirme y
ayudarme.
Gracias, Mónica y Lidia, hermanas queridas, por su cuidado y ayuda para
mantenerme con vida y recuperar la salud.
Gracias, hermano Carlo, el siempre secreto ángel que Dios usa para
ayudarnos. Gracias por tu amor. ¡Dios ha de bendecirte siempre!
Gracias, mi Tayo, por aguardar paciente a que volviera a la vida para ser
tu madre. Tus abrazos y presencia son siempre mi remanso, el recordatorio de
que soy amada.
Gracias, Nena, mi hija amada, por no rendirte y ser mi esperanza viva.
Gracias, David, por tu mirada ligera y por ser la semilla germinando de
un gran deseo de mi corazón.
Gracias a mis tres amadísimos nietos, el más grande regalo que Dios ha
podido darme para alegrar mis días. ¡Nada ni nadie disfruta más de sus
sonrisas!
Y, por sobre todo ser humano al que quiero agradecer, le doy gracias a
Salvador, mi Gordo, pues sólo tú has vivido en carne propia mis desesperanzas,
mis dolores, mis miedos, mis frustraciones, mis lamentos, mis enfermedades y
mis tristezas; y, más aún, por seguir a mi lado y amándome inexplicablemente.
A para ti, Dios mío, ¿qué palabras podría escribir para mostrar mi
gratitud? Esas palabras, mi Señor, no se escriben pues sólo el alma puede
expresarlas y, la mía, no deja de entonarlas.
¡FELIZ CUMPLEAÑOS. . . A MI!
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