Mi entrada a los “cincuentas”, además de poco gloriosa, llegó cargada de contratiempos que me hicieron pronunciar la frase más usada para recordarnos que hemos llegado a la mitad de siglo: “Pero si yo nunca me había. . .”. Y en esos puntos sustantivos estaban enlistados mis últimos “nuncas” que iban desde un esguince de columna hasta una histerectomía, sin dejar de pasar por una alergia que me mantuvo fuera del mundo por más de dos meses.
Y, si a eso unía el bien llamado estado del “nido vacío”, la realidad es que, lejos de sentir entusiasmo por la nueva etapa, más de una vez terminé en pijama, sentada en la terraza de mi habitación y con una taza de café en las manos, llorando mientras miraba el jardín con su columpio, resbaladilla y arenero vacantes.
En medio de tan desoladores sentimientos la idea de una fiesta parecía totalmente fuera de contexto, hasta que, con un giro de esos que en la vida se dan en un abrir y cerrar de ojos, el panorama comenzó a despejarse e igualmente mi corazón.
Una mañana, casi por casualidad, me di cuenta de mi verdadera realidad y lo afortunada que era de estar estacionada en lo que, he comenzado a descubrir, es: ¡la mejor etapa de mi vida!
¿Qué por qué puedo asegurarlo? Bueno, eso es justamente lo que te iré compartiendo.
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