Miro
un video y entonces me doy permiso. ¿Desde cuando me prohibí llorar o sentir tristeza?
No
puedo responder. Ni siquiera puedo descifrar lo que parece empujar mis lágrimas
hasta atascarse en mi garganta. Tal vez por eso, me planto frente a la
pantalla y dejo que haga su trabajo conmoviéndome, haciéndome llorar.
Es
como si la abeja de la tristeza hubiera hecho nido en mi alma y se hubiera
dedicado –en secreto– a fabricar sus
mieles de nostalgia.
Así,
me esfuerzo y atisbo para entender de donde sale esa nube de pesar que no
quiere escampar.
¿Será
es hepatitis sorpresiva que me ha acompañado –encubierta de cansancio– por las
últimas semanas o que me impide disfrutar del vigor soleado de una carrera por
el parque?
Quizás
sea la distancia que me hace amar a mi gente, extrañándola, sabiéndola desperdigada
por el mundo; ¿o será pensar en mi familia, fracturada y con una llanura de
incertidumbre tendida sobre el futuro?
Tal
vez sólo esté triste por los pétalos marchitos de mi nochebuena que, en mi ausencia,
decidió morir pensando que no volvía; ¿o será la añoranza por las vocecitas que
me llaman Gramma?
¡Qué
sé yo! Quizás es que me sigue sabiendo mal la orfandad o que añoro la compañía de
mi madre y mis hermanos, así, como éramos antes.
No
lo sé. Por mucho tiempo, las Navidades me costaron un esfuerzo extra para ser
feliz y disfrutarlas.
Creo
que mi tristeza es por todo y por nada; y que he aprendido a callar –tal vez por demasiado tiempo– para no ser
señalada de ingrata pues, es cierto, el platillo con bendiciones de mi balanza
sigue siendo mucho más pesado que el de las desventuras.
Me
asomo a la ventana y veo a Madrid iluminada, dorada de sol. Enciendo el árbol
de Navidad minimalista. Me gustan sus destellos azules. Sorbo mi té caliente y
me siento a escribir esto, mi triste resumen colmado de llanto contenido.
Porque, aunque tengo un mil motivos para sentirme alegre, hoy, tal vez sólo por
hoy y por tan sólo unas horas más, mi corazón está triste .
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