martes, 7 de julio de 2015

"LA PROMESA: Y. . ."

Caminé por semanas en círculos hasta que formé un agujero profundo desde donde solo alcanzaba a atisbar la orilla o mirar sobre mi cabeza; y descubrí que sólo me quedaba continuar mi búsqueda en el cielo.

Anuncié que partía para “tener perspectiva”, y descubrí que en realidad era mi huída.
Dejé atrás al mundo con todas sus demandas y algunos corazones entristecidos por mi partida. Tomé el camino jamás andado, me envolvió la niebla, me acarició la brisa mientras –cuando llegué a la cima –detuve mi andar para mirar la existencia desde arriba; y me descubrí buscando lo que no sabría reconocer pues era por mí desconocido.

Llegué al lugar que llamé destino. Caminé bajo la lluvia sin más compañía que mis recuerdos; y me descubrí acompañando a la lluvia con mi llanto mientras los charcos reflejaban cachitos de cielo.
Cerré la puerta del refugio dándole la espalda al mundo para dejarlo fuera; y me descubrí dudando de mis pensamientos y, de mi voluntad, su cauce.
Hice de las sábanas mi mortaja sin más prendas que mi tristeza. Lloré hasta caer dormida; y me descubrí durmiendo sin más compañía que un silencio sin tiempo, llamándome insensata.
        Desperté tarde, sin prisas. Desperecé mi cuerpo. La lluvia había cesado. El sol dibujaba contornos y matices; y me descubrí con el deseo de mezclarme con los bosques.
        Miré el horizonte. Los colores me punzaron en los ojos. No pude contar los árboles ni las nubes; y me sorprendí extasiada al descubrir a Dios –y a mi padre –en cada hoja.
Eché a andar –con ojos y alma bien abiertos –hacia la montaña, pensando que iniciaba un imposible; y descubrí que –aún en los más ensortijados montes –siempre hay veredas ocultas para alcanzar la cima.
Dos tórtolas pasaron a mi lado y me descubrí recordando a mis padres que volaron juntos tantos años.
Pensé –como hago ahora, obsesionada –en pares y de dos en dos pasé por árboles, caminos, piedras y aves; y me descubrí mirando al halcón que pintaba círculos sobre los vientos de lo más altos cielos.

Recordé a mi padre muerto y mi alma lanzó a Dios un reclamo; y posado entre las ramas, muy quieto, descubrí que un petirrojo silencioso me observaba.
Continué por la vereda hasta quedar al pié de un árbol de raíz enorme; y me descubrí imaginando que a mis pies crecían raíces, como preparándose a hundir sus puntas.
Topé con un puente. Crucé sudando temor por su crujir bajo mi peso; y me descubrí festejando mi osadía.
Anduve sobre mis pasos. Los parajes ya no eran para mí ajenos; y descubrí que aún en lo conocido –al igual que en la rutina –siempre hay algo escondido, un regalo nuevo que encontrar.
Al paso me salió un riachuelo. Me arrodillé a su lado y sumergí la mano –la misma mano que te sujetó a las 5:33 del diez de marzo –y salté de frío. Y entonces descubrí que estoy viva y que tú, papi. . . tú estás muerto.
Sentí el correr del agua entre los dedos e hizo eco en mí el concierto de vida que me rodeaba. Me estremecí en el silbar de pájaros sin tonada, latí con el deambular de diminutos bichos persiguiendo sus quehaceres; y me sorprendió una voz que surgió del centro de mi ser diciendo: Hija, sigue adelante. . . ¡no te rindas!

¿Qué si fue tu voz o la de Dios? No lo sé pero, aún así, sembrando una última lágrima en aquel riachuelo, me levanté, sequé mis ojos y eché a andar. . .  caminando sin rendirme. . . y viva.

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